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Álbum de recortes

El público

Gabriel Tarde, en su libro 'La opinión y la multitud' (1901) dejó dicho que la gran transformación moderna era precisamente la aparición del público: la presencia virtual de una muchedumbre físicamente disgregada que, sin embargo, comparte percepciones, valores, opiniones y objetos de odio, por ejemplo.

Tanto subrayó Tarde esta novedad que creyó más importante el público que la multitud. La muchedumbre está reunida en algún lugar y no puede incrementarse "más allá de un cierto grado, marcado por los límites de la voz y de la mirada, sin peligro de fraccionarse o de hacerse incapaz para una acción conjunta, acción siempre la misma, como barricadas, saqueo de palacios, asesinatos, demoliciones, incendios".

Las audiencias, por el contrario, no necesitan ese espacio acotado y pueden actuar "como una colectividad puramente espiritual, como una dispersión de individuos, físicamente separados y entre los cuales existe una cohesión sólo mental".

Bien mirado, el público diseminado es un hecho raro. "Cosa extraña", insistía Tarde: "los hombres que se dejan entusiasmar así, que se sugestionan mutuamente o, antes bien, se transmiten unos a otros la sugestión desde arriba, esos hombres no se codean, no se ven, ni se entienden: están sentados cada uno en su casa leyendo el mismo periódico y dispersos en un vasto territorio" rindiendo culto a la actualidad, a los sucesos y estruendos más o menos reales de la actualidad, esa invención también moderna.

Páginas después, Gabriel Tarde identificaba al público con "una especie de clientela comercial", ávida de novedades, deseosa de esos hechos llamativos en los que hay héroes a los que seguir y villanos a los que secretamente envidiar, bondadosos ciudadanos, desprendidos, y astutos malvados que sólo tendrían por objeto enriquecerse adelgazando la cuenta de los demás.

"La influencia de los publicistas se basa, ante todo, en el conocimiento instintivo que poseen de la psicología del público", añadía Tarde. Por ejemplo, saben que "público o multitud, todas las colectividades se asemejan en un punto, por desgracia: su deplorable tendencia a sufrir las excitaciones de la envidia y del odio.

Para las multitudes la necesidad de odiar corresponde a la necesidad de obrar. Excitar su entusiasmo no conduce demasiado lejos; pero ofrecerle un motivo y un objeto de odio es dar vía libre a su actividad que, como nosotros lo sabemos bien, es esencialmente destructiva (...). Lo que reclaman las multitudes encolerizadas es siempre una cabeza o algunas cabezas (...).

Descubrir o inventar un objeto nuevo y grande de odio para uso del público es todavía uno de los medios más seguros para convertirse en uno de los grandes reyes del periodismo".

De Justo Serna, http://justoserna.bitacoras.com/

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